Santos fríos y perros calientes

A una edad muy temprana me gustaba bajarme los pantalones y mostrar las nalgas. Lo encontraba divertido, un chiste.

Mis papás también lo encontraban divertido hasta que fui creciendo. Mi mamá, entonces, me dice un día: "Deja de hacer eso. Llegará un día en que no querrás que tu papá o tu hermano te vean desnuda". No entendí por qué lo decía, pero le obedecí. No lo hice más.

Otro día descubro que no soy rubia, que no tengo ojos claros y que me están saliendo espinillas por toda la cara. No me parezco a las niñas de la tele, y por primera vez siento que hay algo mal con mi apariencia física, más allá de mostrar o no el trasero y los calzones.

Unos años después la predicción materna se cumple y llega el día en que no quiero que mi papá me vea en calzones. Lo evito a toda costa. Él se incomoda por mi incomodidad. Después llega el día en que no quiero que nadie me vea en calzones. Ni siquiera yo misma quiero verme en calzones.

Empiezan a crecer mis pechos. Tengo un poco más de ventaja que mis compañeras. Me avergüenzo y camino encorvada para que no se noten los dos cerritos que tengo en el tórax. Me siento sucia, impúdica, avergonzada de este nuevo cuerpo y no estoy segura del porqué. Mi mamá me compra mis primeros sostenes y los odio. Me aprietan en lugares que nada debería apretar. No me los pongo, pero ella se impone y me obliga a usarlos. "Se te van a caer las pechugas", me dice, y tengo un nuevo temor: pechugas caídas.

A los 13 años mis tíos comentan que estoy gorda. Que debo bajar de peso. Mi mamá no dice nada y me lleva al endocrinólogo. Me pongo a dieta. La odio. Soy infeliz y odio con fervor religioso la hora de la comida porque me carga la tortilla de acelga; pero por algún motivo, todos a mi alrededor me quieren más. "Que linda te ves", me dicen. ¿Acaso antes no era bonita? 

Entonces, antes de llegar a la quincena de mi vida, me encuentro con éste panorama: Bajé de peso a costa de restricciones, tomando pastillas, sin meterme a una piscina en, literalmente, años, sintiendo profunda vergüenza de la grasa extra en mi cuerpo que desde un principio se debió a los malos hábitos alimenticios de mis padres; una tía que me repudiaba por no ser "femenina" y mi madre con su eterno silencio ante las críticas de la yegua; y yo con mi ignorancia púber y pasividad heredada/inculcada.

Crezco con vergüenza de mi cuerpo ya-no-tan-infantil, poco amor propio y sobre todo carezco de sentido de la dignidad.

Sin embargo nada me prepara para los 15 años, los santos fríos y los perros calientes. 

A esa edad tengo a mi primer pololo y siento por primera vez la culpa cristiana. A pololo 1 le gusto yo, a mí me gusta él, y somos una gran hormona. Es lógico, es natural. Juventud en éxtasis. Mamá me persigue y me presiona para que no tenga sexo con él. Con justa razón, supongo, ante el miedo de un embarazo no deseado; pero en su mente el método más efectivo ante el embarazo es cerrar las piernas, decir NO, no hablar mucho al respecto y morir en la rueda. Lo único que sé de sexualidad viene en formato de libro del ministerio, que viéndolo en retrospectiva, también es harto patético.

Mis compañeros de curso y yo estamos en las mismas: nadie sabe mucho y compartimos los conocimientos -casi todos erróneos- de los cuales no podemos hablar abiertamente con nuestros papás. Vemos muchas películas que hablan de la juventud y el sexo, y leemos el clásico "Juventud en éxtasis", cuya moraleja se resume en: no tengan sexo, o van a contraer SIDA, o peor: ser padres.

Crecí en una casa "atea" con excesiva heteronorma, que irónicamente coinciden con los valores cristianos que mi mamá siempre quiso que tuviese, pero nunca adopté como propios, porque el yugo paterno es más fuerte siempre. Quizás heteronorma es correspondiente a valores cristianos sin que muchos lo noten. Quizás.

A los 15 años nadie quiere que tengamos sexo, pero tampoco quieren hablar de sexualidad abiertamente y esconden mensajes con ilustraciones malas, guiones peores, restricciones y culpabilidad. Al menos eso suele pasar si eres niña. Si eres niño no lo sé, sinceramente.

El sexo es misterioso, oscuro y a mucha gente le gusta. Además es nuevo y lo nuevo emociona. Sientes cosas que nunca antes habías sentido y empiezas a ver al sexo opuesto de otra manera; pero si a tanta gente le gusta, ¿qué tan malo puede ser? ¿Por qué todo el mundo adulto pierde tanto la cabeza y lo transforma en un tabú, si uno a sus quince lo encuentra hasta chistoso?

Lo descubro un par de años después cuando tengo sexo por primera vez y mi mamá lo descubre de la manera menos elegante que hay. No entraré en detalles. Lo único que sé es que perder la virginidad me transforma automáticamente en puta, en que me agarren a charchazos y en perder la confianza de mis padres. Me transforma en un ser aún más impúdico, más erróneo y menos digno de confianza; y lo que más me pesa en ese momento es que todo el peso de la situación cae sobre mis hombros, y mi pololo de ese tiempo sale como si nada. Él no tiene la culpa. La culpa es mía por decir "Sí". La culpa es mía por no saber cerrar las piernas. Los hombres son hombres y no pueden actuar contra su naturaleza, pero las mujeres sí.  La culpa es mía por ser mujer. 

Muchas amigas y conocidas tienen sexo para rebelarse contra el yugo paterno más que por placer, a esa edad. Otras no hablamos del tema fuera de nuestro círculo ni aunque nos pateen en la vulva (mucho menos escribirlo en internet de forma no-anónima. Ja-ja). Muchos amigos tienen sexo, hablan abiertamente del tema y a nadie le parece raro. Otros empiezan a sentirse menos por no haber tenido sexo a esa altura de su vida.

Sigo envejeciendo en el miedo, en la culpa cristiana de una iglesia en la que ni siquiera creo. La culpa cristiana de mamá se extiende a mí, y yo obedezco para no fallar otra vez. Para que no me digan puta, para que no me cacheteen, para que no me den la espalda. Vivo en la idea errónea de mi padre de que el hombre es cazador y las mujeres son presas fáciles, y para probar tu valor como buena mujer y honrar la crianza de tus padres, HAY QUE SABER DECIR NO Y NO SER FÁCIL.

Convivo con santos fríos en un mundo de perros calientes y el mundo nunca había sido tan oscuro antes. Nada había sido tan confuso y aterrador como la presión psicológica de no abrir las piernas. De no ser maraca. El sexo ya no es chistoso ni emocionante como a los quince. Ahora es distante, culposo y casi un castigo. Ya no es conexión, descubrimiento y goce. Es control, clandestinidad y vergüenza.

La heteronorma dice: "una mujer debe complacer sexualmente a su hombre o si no él la dejará por otra mujer". Una mierda cuando, por un lado, te hacen sentir una basura por ser un ente sexual; y por otro lado, inconscientemente te obliga a tirar para que "perro caliente" no te abandone, porque lo otro que dice la heteronorma es que "toda medida de la mujer la define el hombre que tiene (o que no tiene) al lado.

¿Cómo algo tan natural como respirar puede ser algo tan malo? ¿Cómo puede ser que lo que da origen a la vida sea tan castigado? ¿Cómo puede ser que sea socialmente más aceptado matar gente a hablar de sexo seguro, consentido y placentero en el noticiario central?

La heteronorma nos condena a todos. Quizás los santos fríos no quieren ser fríos y los perros calientes no son tan calientes en realidad y también tienen sentimientos. Quizás todos somos templados en vez de hielos y soles.

Un día todo explota: la vergüenza del cuerpo, la falta de amor propio, la heteronorma, la culpa cristiana, los santos fríos y los perros calientes. Ya nada me afecta y todo me parece irrelevante, todo es efímero y nada está hecho para tomarse en serio. El mundo es recién nacido, y si bien todo sigue físicamente igual, nada es lo mismo. Se siente como abrir los ojos y respirar aire limpio por primera vez.

Ese primer impulso de loca cordura es el principio del fin. El fin de la heteronorma, el fin de la culpa cristiana, el fin de todas mis trancas de infancia. El fin de mi tóxica necesidad de honrar a mis padres y sus valores.

Pero el fin es confuso y me trae dudas e ira. Mucha ira, sobre todo con mis criadores, porque uno tiende a culpar a sus padres en primer lugar.

Mamá, ¿por qué no me defendiste cuando sabías que yo no podía hacerlo?,
¿Por qué dejaste que tanta gente hablara mal de mi cuerpo en mí propia cara, y no dijiste nada?
¿Por qué me dejaste crecer en la inseguridad, en la culpa y en la sumisión?

Papá, ¿por qué me metiste en la cabeza que hay hombres por sobre mí, sólo por ser hombres?
¿Por qué afirmaste que el "hombre para mí" no es tan atractivo?
¿Por qué me hiciste creer que para tener "éxito" debía ser más "masculina" y menos "femenina"?

No tuve respuestas a esas preguntas por mucho tiempo, pero ahora sí, y son rematadamente sencillas: Es porque esa es su realidad. No es su culpa. Es lo que conocen, lo que han logrado rescatar en sus años de vida y lo que creen correcto. Tengo la certeza que han hecho lo mejor que han podido, que me aman y que no es justo achacar culpas individuales por cosas culturales. No estoy resentida, y está todo perdonado; y sé que algún día, cuando tenga hijos, los entenderé un poco más y corroboraré que uno siempre termina dañando a sus hijos de alguna manera, no importa lo mucho que uno se esfuerce en hacer las cosas bien; pero los tiempos cambian y la rabia me llevó a la liberación y en consecuencia, al perdón sincero.

El fin me hizo darme cuenta que llevaba AÑOS diciéndome cosas horribles que jamás le diría a mis amigas. Que la realidad es pura ficción y los valores son una ilusión. El género es una construcción social, y por tanto, otra ficción-ilusión. El fin me hizo darme cuenta que no existen los santos fríos ni los perros calientes, que el amor propio es fundamental, que la heteronorma son puras patrañas y la belleza viene en distintos colores, tamaños, formas y lugares.

El fin me hizo despojarme de mis culpas, de mis miedos y mis limitaciones. El fin me hizo tambalear y tropezar, pero me mostró un futuro lleno de posibilidades. Las posibilidades me emocionan y siempre quiero ver qué hay más allá. El fin me hizo libre, y la posibilidad de ser libre me hizo feliz.

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