Carla, maricón

Con Carla fuimos vecinas por muchos años, desde que nacimos prácticamente. Pero Carla no vive en el barrio hace cinco años, más o menos, y no hablamos hace por lo menos diez.

Carla era un amor de persona, pero siempre la persiguió la tragedia. Desde la infancia se veía venir: le gustaba ponerse la ropa de su mamá, cuando venía a mi casa jugábamos con las Barbies, y le cargaba que le dijeran "Carlos". 

Su papá le pegaba cuando Carla pedía cosas rosadas o no quería agarrarle el poto a las niñas como le decía él que hiciera. Le gustaba jugar a la pelota, pero los otros niños del barrio decían que era muy amanerado para jugar y nunca lo invitaban a las pinchangas. A su mamá le hacía gracia que le sacara la máscara de pestañas y los tacos, pero cuando cumplió los diez años ella balbuceaba entre sollozos que era "sólo una etapa" y que "se le iba a pasar".

Cuando entramos al colegio las cosas sólo se hicieron mucho peores. Los niños le pegaban combos en la guata, le tiraban la colación al water y le pegaban chicles en el pelo. Le cantaban "Carlos el maricón" y nunca la incluían en los trabajos en grupo. Yo estaba ahí con ella, pero uno de pendejo no entiende esas cosas. Uno no entiende por qué es malo ser distinto, y por qué te duele en zonas tan profundas del corazón. 

Aparte de mí, Carla no tenía más amigos, porque nadie quería hablarle. Los profesores la pasaban por alto y la miraban con asco, salvo contadas excepciones. Cuando dejamos de hablar se hundió en una soledad auto-impuesta y en los recreos se quedaba atrás de los camarines escuchando Britney Spears. Tiempo después supe que la soledad en Carla era compañera desde la infancia, pero uno como heterosexual no puede saber esas cosas. Las cosas son tan sencillas cuando uno encaja en lo establecido, y se habla tan poco del tema que no se puede adivinar lo que no te ha pasado o no te han contado.

En la media Carla conoció a un niño de otro curso que era como ella, pero cuando el papá del niño se enteró de su relación, le pegó un combo en el hocico a Carla y le gritó "maricón culiao" en pleno acto de Fiestas patrias. Me la encontré llorando en el baño, y se negó rotundamente a salir a bailar, pese a que había ensayado la coreografía día y noche, y había ahorrado dos meses para comprarse el vestido de china. 

A los dieciséis mis papás me prohibieron que hablara con ella porque era "maricón", "daba asco" y "de seguro tiene SIDA". Igual seguimos saliendo a escondidas hasta que un día mi mamá nos pilló escuchando música atrás de un kiosco en el centro y me castigó por dos meses. Carla dijo que mejor no nos hablásemos más porque no quería darme más atados. No lloró cuando me lo dijo, pero yo sé que después lloró todo un mes a escondidas en su pieza. Lo sé porque la vi por la ventana. Yo igual lloré. Era mi mejor amiga de toda la vida. 

Una tarde de verano la echaron de la casa cuando se le ocurrió decir: "mamá, papá, me gustan los niños". Su madre lloró mientras su papá tiraba sus cosas a la calle. Por la ventana volaron poleras, revistas Miss 17, discos y joyitas tan frágiles como la masculinidad del hombre de la casa. Carla corría con lágrimas en los ojos tratando de agarrar con sus manos ya llenas, las pocas pertenencias que le quedaban. Su mamá trató de ayudarla a recoger algunas pilchas, pero el hombre le dijo "tocas algo y te vas con él". Agarró a la señora del brazo, la tiró para adentro de la casa y tras decir "tú no eres hijo mío", pegó un portazo. 

Todo el vecindario salió a mirar el espectáculo. La calle se llenó de viejas copuchentas con cabros chicos y viejos guatones pasados a axila. La mayoría tenían algo para decir, pero nada bueno salió de ninguno de ellos. Me asomé a la puerta y corrí al frente a ayudar a mi amiga a recoger sus cosas, pero ella me detuvo con un solo movimiento de mano y dijo "No. No te metas". Me dio rabia, debo admitir, pero tiempo después entendí que lo hacía para protegerme de mis padres y del resto de la gente. Ella debía irse, pero yo no.

No miró a nadie mientras se hacía paso entre los vecinos, pero se detuvo frente a mí, me tomó las manos y mirándome a los ojos susurró: "Gracias. Te quiero. Cuídate." La vi alejarse con la frente en alto, los ojos rojos y sus cosas en bolsas de supermercado.

Al día siguiente aparecieron en la basura el resto de sus cosas y todas las fotos familiares donde aparecía. Me robé todas las fotos.

A Carla la mataron un grupo de skinheads en el parque forestal. Por lo que dijeron en las noticias fue en la noche, por una supuesta pelea. Yo sé que no hubo ninguna riña, porque a Carla le cargaba discutir con la gente. Lo más seguro es que haya estado fumando un pucho con amigos y a los pelados les molestaron sus pelucas largas, sus pestañas postizas y sus tacones de diez centímetros.

A cuatro años de su asesinato aún no hay justicia. Para las autoridades no fue "una persona muerta", sino "un maricón muerto", y ¿a quién le importan los maricones? Ninguna ley Zamudio puede devolver el orgullo a aquellos que se les arrebató desde la más tierna infancia, y aún así lucharon por vivir entre el odio, la pobreza y la marginalidad. 

Al final la única dignidad que queda es la de luchar por recuperarla, cueste lo que cueste.

Las fotografías y un par de discos de Britney son lo único que me queda para saber que tuve una mejor amiga de infancia, que fue real y maravillosa, y cuyo único delito en esta vida fue haber nacido Carlos.

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