La ventana de Leonardo García

Leonardo García era un hombre normal. Tan repulsivamente normal, que no destacaba en absolutamente ningún aspecto de su vida. Sus ojos carentes de brillo hacían juego con sus dientes amarillos, astillados por el tiempo y la falta de cuidado. La grasa se le acumulaba por todas partes del cuerpo desde hacía muchos años, y era incapaz de estar de pie dos minutos sin sudar y agotarse. Ninguna mujer lo deseaba, y su madre, tan paciente y compasiva como era, se había agotado de soportar su mierda y lo expulsó de la casa en cuanto tuvo la oportunidad; pero tras esa fachada de mediocridad y rostro bobalicón, Leonardo guardaba una pequeña esperanza en su corazón que, en algún momento, las cosas le irían mejor.

Era un perdedor hecho y derecho que vivía en una habitación de 3x3 que se caía a pedazos, en el piso 5 de un edificio con más años que su abuela. No tenía ambiciones más allá de tener el dinero suficiente para mantener rellena su panza con cerveza. Su vida transcurría en cámara lenta y contaba los días que le faltaban para jubilarse. Nada raro o extraordinario le ocurría a García, o al menos así fue hasta la noche en que un ruido en la ventana llamó su atención.

Ese día había transcurrido como todos los demás: monótono y carente de sentido. La noche recién caída era fresca, y Leonardo estaba dispuesto a embobarse hasta la madrugada con algún programa idiota del canal local. En el momento en que apoyó el culo contra el sofá, escuchó el primer golpe. Era ligero, como un picoteo de ave contra el vidrio, Lo ignoró, pero al cabo de un rato, pensó que podía ser un pájaro herido que necesitaba socorro, y se levantó a ver. El hombre era mediocre y tarado, pero nunca le había hecho daño a alguien, y el llamado de auxilio de cualquier criatura era algo a lo que no podía negarse. Al abrir las cortinas color azul, grande fue su sorpresa cuando descubrió que no había nada más que la implacable oscuridad del otoño. ¡Bah!... Quizás fue su imaginación, se dijo, y volvió a su lugar habitual en medio de la decadente habitación. Nada más ocurrió esa noche, ni la siguiente después. 

La noche siguiente a esa, sin embargo, el sonido apareció nuevamente, a la misma hora. El tic-tic-tic de la ventana era más claro e insistente que antes, e intrigado, por primera vez en su vida, el gordo decidió investigar. Claramente, Leonardo no había visto tantas películas de terror a lo largo de sus años, o hubiese sabido que abrir la ventana de par en par, en medio de una noche tan lúgubre, no era una decisión sabia. Frente a él, como faroles incrustados en lo más profundo de la oscuridad, un par de ojos brillantes de color rojo escarlata lo miraban fijamente. Sintió una gota de sudor frío correr por su sien, y movido por el más puro terror, cerró la ventana de un golpe y se sentó a tiritar como gelatina en el suelo manchado de grasa vieja.

Pasaron muchas noches de otoño sin novedad alguna y finalmente atribuyó el fenómeno a algún gato arrabalero y una mala jugada del destino. Pronto García se olvidó por completo del golpeteo en la ventana y de los ojos demoníacos que lo asechaban, y volvió a ser el mismo personaje torpe y prescindible de siempre, con su barriga inmensa y su vida común.

La noche del solsticio de invierno, para su desafortunada sorpresa, el golpe en la ventana apareció nuevamente. Ahora no era el picoteo de un ave, sino el puño de una persona fornida tratando de atravesar el vidrio. Tac-tac-tac. Preso de un nuevo horror, renovado y potente, totalmente fuera de sí, observó con pánico sus manos pasar las cortinas, y frente a él, el rostro pálido de un hombre desconocido, coronado con dos ojos rojos brillantes. El pobre Leonardo no sabía si correr o cagarse en los pantalones, pero en el momento cumbre de su imbecilidad, retrocedió y tropezó con el cable de la única lámpara que tenía en su pequeño departamento. Toda la luz desapareció y el hombre se vio preso de la más absoluta oscuridad. La cara fantasmagórica de la ventana se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos, y García, agitado y vulnerable, se largó a llorar hasta que el cansancio lo hizo desmayarse sobre su inmenso cuerpo. 

No dijo nada sobre la ventana, o sobre el hombre a ninguno de sus conocidos. Las siguientes noches se quedaba en vela, con un cuchillo en una mano, por si el extraño regresaba, y una botella de cerveza en la otra, para sentirse menos acobardado. Pronto la falta de sueño y la intoxicación por alcohol hicieron aparecer otro tipo de alucinaciones, más terribles y grotescas, y el pobre cada vez caía más profundo en un pozo de desesperación y locura que más temprano que tarde alertó al vecindario. En sus oídos resonaba el Tac-tac-tac a toda hora, y esos luceros escarlata lo observaban en todo momento. Para el solsticio del año siguiente, el hombre barrigón no era ni la sombra de lo que una vez fue, incluso si lo que fue no era ninguna maravilla,l. Perdió su trabajo, sus pocos amigos y su cordura. Finalmente, una fatídica noche, recién muerto el crepúsculo, el insomnio, la histeria, los años de borrachera y las grasas saturadas, le atravesaron el corazón en una estocada definitiva y salvaje. Lo último que escuchó fue el Tac-tac-tac en su ventana, y de bruces contra el piso asqueroso, solo en su departamento de 3x3, terminó la miserable vida del pobre Leonardo García.

Del rostro en la ventana y el golpe incesante, nadie supo jamás.

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